Dios y Canabis // Ariel Sicorsky

Aquel fue un largo encuentro que comenzó a la mañana y terminó cuando el sol se ponía detrás de los restos del refugio Warnes. Recuerdo los sillones raídos de la terraza y las nubes que pasaban sobre nuestras cabezas como si fueran barcos o dioses; recuerdo el humo del canabis y una especie de mareo y una sensación de fragilidad, de andar recorriendo los suburbios de algo.

Recuerdo también las palabras que Úru fue diciendo y que a lo largo del día fueron completando su idea asombrosa y terrible. Recuerdo que dejé  su casa sumido en una turbación desconocida y que caminé por las calles de villa Crespo hasta perderme.

Era una mañana calurosa tal vez de noviembre o diciembre; Úru era más grande que yo y tenía alguna relación con mi familia. Hacía poco que lo conocía y sentía que mi presencia en esa terraza tenía algo de profanación, y que de algún modo estaba usurpando un lugar que pertenecía a mis primos mayores; tal vez por eso sobreactuaba una adultez que apenas se insinuaba y exageraba mis conocimientos sobre cualquier cosa. En las charlas con mis primos y mis tíos siempre se colaban comentarios y recuerdos sobre Úru: a veces lo representaban como una especie de sabio oriental y otras como a un sujeto un poco excéntrico y volado, y yo no podía terminar de comprender quién era realmente Úru.

Las nubes pasaban y nos daban un poco de alivio del sol de la mañana; Úru hurgaba entre las plantas de canabis para, según me explicó, determinar si las flores incipientes que asomaban eran machos o hembras. Encontré que Úru estaba inquieto y un poco ido, como si algo se estuviera gestando en su cerebro, algo que aún no tenía forma y mucho menos palabras sobre la cuales montarse para esparcir su sentido. Se sentó en los viejos sillones y me explicó que si las flores de la hembra son polinizadas por el macho, la planta usa toda su energía -la que nosotros fumamos para viajar- dijo, en crear semillas, que darán nuevas plantas, que darán nuevas semillas. Por eso, en caso de detectar algún macho, el deber de todo cultivador es matarlo, quitarlo de circulación, sacrificarlo -en ese momento me miró a los ojos e hizo una pausa larga e intensa, en la que se escucharon los ruidos lejanos de la ciudad- sacrificarlos, repitió en voz baja, como para sí mismo.

Desbarató uno cogollos con una parsimonia oriental, armó un porro grueso y perfecto, con forma de cucurucho, como los que arman en Europa. Lo prendió lentamente y el humo que subía en espirales parecía querer fundirse con las nubes; miró al cielo y cuando me pasó el porro sonrió con los ojos brillantes y me dijo -pensar que ahora vamos a viajar en la energía que estaba destinada a crear generaciones y generaciones de plantas… !bosques!- y se rió con ganas y emoción mientras asentía con la cabeza como si estuviese siguiendo el ritmo de una música que sonaba sólo para él.

Más tarde comimos unas frutas y luego tomamos mate; Úru parecía estar montado en un tiempo divergente, distinto del mío, un tiempo que no precisaba horarios ni almuerzos y que tenía una correlación menos lineal entre las cosas-.

Debajo de un techito de chapas que estaba al costado de las plantas ayudé a Úru a lijar unas maderas oscuras para hacer una cuna. De pronto Úru se detuvo, dejó de lijar y se quedó estático, mirando la nada que estaba justo delante de sus ojos; respiraba lentamente y se sentía cómo algo se gestaba en su interior, igual que un rompecabezas que hubiera estado dormido por mucho tiempo y ahora despertaba buscando completarse. ¿Qué pasa?- pregunté por fin. Úru habló, con voz queda, como si las palabras que decía se estuvieran creando y diciendo ahora por primera vez: -Moisés… estaba pensando en Moisés- dijo para mi asombro.  Mirándome con los ojos un poco desorientados, continuó- mataron a todos los pibes… había una profecía hebrea sobre un salvador, uno que liberaría a los hebreos del yugo egipcio-; yo lo miraba sin saber hacia donde iba, sin saber si efectivamente iba a algún lado. Úru siguió hablando de cómo el faraón mando matar a todos los primogénitos entre los hebreos y, toda la consabida historia de Moisés, puesto en una canastita sobre las aguas del río Nilo, y salvado por la esposa del faraón, y luego la epopeya de la liberación, el desierto y la llegada a la tierra prometida.

Úru dejó las herramientas y un poco apoyado en la gran mesa de maderas pesadas retomó sus ideas graficándolas y afirmándolas con grandes movimientos de las manos: -fijate que más de mil años después la historia se repite entre los herederos de Moisés e involucra otro mito redentor: el del Mesias … Desde oriente llegan tres reyes a felicitar al rey Herodes por el nacimiento del nuevo rey, y como nadie había nacido en el palacio y los tres reyes eran magos y astrónomos, Herodes se preocupó: había nacido alguien que le disputaría el trono. Herodes manda a su guardia personal con la orden de matar a todos los recién nacidos en Belén. Matar a todos, otra vez, para que muera uno. Me imagino -dijo Úru dejándose llevar por una especie de indignada emoción- las madres de Egipto y las de Belén, separadas por diez siglos, pero de algún modo unidas, llorando el mismo llanto desgarrado, los padres rompiendo sus ropas de desesperación, y todos lo pibes muertos por la espada… todos… menos dos.

Seguimos toda la tarde en la terraza, arreglando cosas, corriendo macetas, fumando y tomando mate. Úru me escucho con aprobación cuando, siguiendo su relato, le propuse que si no fuera por los tres reyes magos, todos esos pibes no habrían muerto y que con la huevada de poner los zapatitos y el pastito y los regalitos queda desdibujado su papel central en la tragedia; recuerdo que me escuchaba con una sonrisa que no terminaba de formarse y entrecerrando un poco los ojos; yo me sentía en la gloria: había logrado la aprobación  del maestro (un maestro  incomprensible y barrial, pero maestro al fin). Después Úru me contó que cuando estuvo en la India, descubrió que para los hindúes la planta de canabis era un dios, una expresión del dios Shiva, una de las formas en que se esa divinidad se expresa en el mundo. Me gustó pensar que fumar era una manera de acercare a dios.

Cuando el sol comenzó a caer sobre las casas bajas del barrio Úru prendió un fuego dando a todo ese día un corolario extraño, como si la ciudad infinita hubiera vuelto a ser un pueblo. Mirábamos tranquilos el fuego cuando Úru sobresaltado se montó sobre el borde del sillón al tiempo que me agarró con fuerza del brazo. -¿y si Dios necesitara lo mismo? ¿Si en la economía divina, esos dos hombres increíbles hubieran necesitado una energía sobrehumana para llevar a cabo su tarea?- yo lo seguía conmocionado, sin saber a dónde iba pero intuyendo la cercanía de un golpe demoledor. Digo -continuó Úru- que un hombre común no podría haber liberado a un pueblo de su tiránico opresor sin haber tirado una sola piedra, ni tampoco es tarea de un simple humando reformular las premisas del monoteísmo hebreo de un modo universal, con la simpleza y claridad para que el mundo entero las adopte. Tal vez no haya error, ni siquiera maldad; tal vez todos, herodes, el faraón, los reyes magos, incluso los soldados que efectuaron la masacre, todos seguían sin saberlo, un guión escrito en el cielo. Yo estaba al borde del colapso como si estuviera viendo una película de suspenso cuya tensión estuviera a punto de matarme. ¿Y? ¿y entonces? balbucee con voz de cordero de sacrificio; entonces, como ocurre con las plantas de canabis -dijo Úru- Moisés y Jesús necesitaban, para llevar adelante su misión, la energía que estaba destinada a dar vida a todos los niños muertos, y a sus hijos y a los hijos de sus hijos.

Nos despedimos al rato, hablando de cualquier otra cosa. Caminé sin rumbo por las calles del barrio. Esa noche dormí profundo, como si llevara sobre mis hombros un cansancio de siglos.

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